Mi historia lectora

De niño, viví, en una comunidad minera del estado de Durango, en Acacio, está a la mitad sobre la línea de ferrocarril entre la ciudad de México y ciudad Juárez. No llegábamos a un centenar de familias. La comunidad no contaba con energía eléctrica, agua potable ni drenaje. Muchas veces tomábamos agua de los estanques. Había una pequeña capilla católica. La escuela primaria apenas tenía dos salones. En uno se impartían las clases para alumnos de primer y segundo grado, por una profesora que estaba más preocupada en que llegara el fin de semana para regresarse a su casa, que en enseñar.  En la otra aula,  el profesor y a la vez director –Salvador Camacho Peña- atendía al mismo tiempo de tercero a sexto año. Esto, en los hechos permitía una retroalimentación cotidiana de los estudios de primaria. Durante cuatro años, escuché las clases de cuatro grados. La SEP no reconocía los estudios de quinto y sexto. Para contar con la acreditación de los estudios de primaria, solicitábamos al inspector de la zona escolar -radicado en la cabecera municipal, en San Juan de Guadalupe, Durango-, nos aplicase un examen a título de suficiencia, al que por ley teníamos derecho. De todas las generaciones de primaria que acudimos a presentar el examen a la cabecera municipal, nadie reprobamos. El profesor Camacho en el sexto grado nos preparaba durante todo el año. Además de acudir a clases de lunes a viernes, por la mañana y por la tarde, los sábados asistíamos a clases extraordinarias para estar listos para el examen.

Este contexto formativo, llevado con una gran responsabilidad y compromiso, se complementaba con la atención de mi mamá, Doña Manuela Vélez, para hacer las tareas. Ella logró terminar la educación primaria, influenciada por su tía Rosa Adriano, mi tía abuela, quien trabajaba con el boticario de Viesca, Coahuila. La directora de la escuela primaria, la profesora María Martínez de Loza, capacitó a mi mamá –ella decía que la había habilitado– para auxiliar en las clase de educación primaria. Estas circunstancias, tanto en la escuela como en la casa, posibilitaron el inicio del proceso de construcción social de la práctica lectora que ahora comparto. Todo proceso para adquirir los hábitos lectores exige los campos de prácticas que guíen y estructuren dicho proceso. Mismos que cultivaron mi mamá y mi profesor de primaria.

La repetición continua e intencional en un contexto sociocultural adecuado consigue finalmente construir las prácticas lectoras. En mi caso, hicieron posible mis hábitos de lectura, la atención concienzuda, tanto de mi profesor de primaria como de mi mamá y de las pláticas de sobremesa de mi abuelo paterno Enrique Hernández. Él era autodidacta, no terminó la educación primaria, sin embargo era un excelente narrador de historias.  En mi infancia,  mi abuelo en las noches me contaba, a su modo, los libros que él leía en la sierra.  Nos embelesaba, a mí, a mis hermanos, a sus hijos y demás nietos. Para hacerla de emoción, nos compartía la historia fragmentada. Una noche, una parte, en los siguientes días, la terminaba. Los relatos versaban sobre bandidos, vaqueros,  la revolución o vidas de familias inmigrantes. Creo que algunas las inventaba. Muchos años tardé en hacer un símil entre la ingeniosa Cherezada de Las mil y una noches y mi abuelo Enrique.

Así como el niño al caminar reproduce a su manera el andar de su abuelo o de su papá, o las costumbres de su mamá, las prácticas lectoras en cierta medida son producto, están sobredeterminadas, por la herencia,  por las experiencias anteriores y el contexto  sociocultural en que vivimos. En mi caso, en la primaria solo leí libros de texto –el libro El solitario del Teira, que nos contó mi abuelo, lo pude disfrutar cumplidos mis 37 años, por una copia que me regaló la hija de un minero-.

Propiamente mi historia lectora arrancó en la secundaria. Con libros que me proporcionaron mis amigos Eduardo Quintanar Sarellana, José Abraham de León Fong y Gerardo Sánchez Medinilla. Ellos contaban con obras diferentes a los libros de texto. En mi casa no había libros, apenas alcanzaba para comprar los libros de texto.

En la preparatoria Venustiano Carranza en Torreón, Coahuila, tuve la fortuna de tener como condiscípulo a Antonio Antolín Fonseca, hijo de profesores. El maestro Antolín, español republicano, emigrado y radicado en Torreón, era muy culto, poseía una amplia biblioteca. Mi primer acercamiento a ese acervo fue a consecuencia de un cuestionamiento que recibí de su hijo, –Toño tenía quince años y medio y había leído la obra de Cervantes antes de cumplir diez años–, me sermoneó lo siguiente: ¿ya leíste el Quijote de la Mancha? Ante mi respuesta negativa, a boca de jarro me acusó de ignorante. Fuimos a su casa y me dio el libro, con el agregado: “Léelo, para que se te quite lo ignorante”.  Lo leí, aunque lo ignorante me lo sigo sacudiendo. Por varios años, esta biblioteca me proveyó de muchas obras.

Antonio Antolín hijo y el que esto relata aprovechábamos los días de falta colectiva, (que no eran pocos), y los de vacaciones para reunirnos a estudiar, por un promedio de doce horas diarias. Por ejemplo, tomábamos un libro de álgebra, de geometría analítica o de cálculo diferencial y lo regresábamos a su lugar hasta resolver todos los problemas. Nos hicimos autodidactas.

Cuando llegué al Instituto Tecnológico Regional de La Laguna, a estudiar la carrera de ingeniero, me enteré que las faltas no contaban. Así que decidí no asistir a clases y estudiar por mi cuenta en la biblioteca del Tec, de las siete de la mañana hasta en la tarde. Solo iba a presentar exámenes. Mis compañeros me avisaban los horarios. Pienso que la forma como se enseña no posibilita que los alumnos sean sujetos de su propio aprendizaje y en consecuencia, no se hacen lectores.

Con el permiso de ustedes, narraré dos anécdotas. La primera suscitada en la ahora Facultad de Ingeniería Civil de la U A de C en Torreón, donde era profesor de matemáticas. Un compañero ingeniero en una junta de profesores me preguntó: ¿es cierto que el libro, que llevas a la clase de matemáticas, es de poesía? Asentí con la cabeza. Y agregó: “¿no te estarás volviendo joto?”. En ese tiempo, aprovechaba mis horas libres para leer literatura. Dicha materia, la de matemáticas, la había afianzado en la Maestría de matemáticas en el CINVESTAV, ya no tenía que prepararla.

La otra anécdota es la siguiente: A raíz de las críticas al presidente Peña por no haber contestado cuáles eran sus tres libros favoritos, me hicieron el cuestionamiento de moda. Les contesté a los agentes de los medios de comunicación que mis tres textos predilectos son: el  Álgebra de Baldor, el matemático cubano; el de Geometría Analítica de Agustín Anfossi y el de Cálculo diferencial e integral de Granville, Smith y Longley. Los periodistas dijeron que esos no cuentan. Les afirmé que son mis favoritos, que incluso por ello estudié una maestría en matemática educativa. Luego les compartí otros textos literarios: La resistencia, de Ernesto Sábato, Para nacer he nacido, de Pablo Neruda y En el mismo barco de Peter Sloterdijk. Y les dejé la pregunta: ¿ustedes ya los leyeron?

Desde el 2008 tomé la decisión de leer un libro por semana. En ese sentido quise ser irlandés, no mexicano, porque seguimos leyendo medio libro por año.  He cumplido este propósito. Confieso, también que producto de mi práctica lectora, a inicio de este año, leí diez libros en una semana.

Finalmente les comparto dos experiencias para fomentar la lectura. De agosto de 2010 a agosto de 2011, participé con Renata Chapa en el programa radiofónico Que hablen los libros. Teníamos diferentes invitados, quienes escogían un libro, nosotros lo leíamos y lo comentábamos juntos. Fue semana a semana con duración de una hora. Una excelente experiencia. Se terminó el programa porque cerraron la radiodifusora.

La otra fue con militantes del tricolor en Torreón. Coordiné un maratón lector en conmemoración del centenario de la Revolución Mexicana, el 20 de noviembre de 2010. Organicé durante todo el mes a 30 grupos para que en atril se leyese un libro diario. Se superaron mis expectativas y el entusiasmo creció. A fin de mes se leyeron 42 libros sobre la Revolución Mexicana y el mero día 20, en 112 diferentes lugares de la ciudad, se leyeron al unísono  textos cortos sobre el mismo tema, en grupos de 30 personas en promedio.

Estas experiencias nos muestran que la gente quiere leer.  Considero que fomentar institucionalmente estas prácticas, como la de esta tarde y las que les comenté, pueden ayudar a reconstruir el tejido social y a desarrollar prácticas comunitarias que fomenten ciudadanía.

Si para que haya democracia debe haber demócratas, para que haya ciudadanos debe haber lectores. Sin lectura, no hay cultura.

Espero que mi historia lectora haya cumplido con el objetivo por el cual fui invitado. Gracias por invitarme y  por su paciencia de escucharme.

Salvador Hernández Vélez

Abril 23 de 2014